sábado, 10 de mayo de 2014
Tiburón inicia con un “prólogo” que tiene por finalidad mostrar al espectador el tono de la obra e introducirlo en el mundo donde se va a desarrollar la tesis principal del drama. El principio del universo, el big bang, antes de eso nada, o la negrura o algo más allá. El tiempo y el espacio han sido creados en el mismo momento de la explosión, la explosión no tiene causa, porque, aunque parece difícil imaginarlo, no es un evento físico que proviene de otro, sino el primer evento físico que da vida a los demás.
Confundida por el teatro actual, pensé que la obra ya se había salido de control y que el desastre venía caminando entre los espectadores y casi se abría paso a través de los actores. Ellos, vestidos de manera escueta, las mujeres con un vestido sencillo negro y el hombre con un simple traje y corbata, parecían no inmutarse ante la calamidad dramatúrgica que yo vaticinaba. Pero entonces, con gran atino, dio comienzo la obra. No trata, en realidad, sobre tiburones o sobre el origen del universo, sino las relaciones entre padres e hijos. El trazo y argumento se da a través de diálogos, o casi monólogos, que los personajes dirigen hacía el público. El tono es tan amable con el espectador que da la sensación que los actores tienen libertad premeditada en la dirección y en la propia dramaturgia, es como si contaran una historia personal, aunque ficcionalizada por el hecho de estar representándola, y debo decir que salí del teatro con la firme idea de que había mucho de laboratorio teatral en cada uno de los parlamentos. Los chistes, el humor fresco, la naturalidad, hacen que el tiempo no se perciba y preparan muy bien la tensión para que al final surja una reflexión sobre nuestros orígenes.
Noté que si bien la iluminación es escueta, recurren a elementos que ayudan a la comprensión de lo que se está diciendo sin caer en el efectismo. Por ejemplo, las series luminosas, las que se cuelgan en los árboles de navidad, que usaron para crear con fáciles movimientos la sensación de una estrella en actividad, del espacio y (como diría Leonard Nimoy) su ballet cósmico, funcionan por la sencillez de la idea al aplicarla en algo tan complejo, además la dramaturgia nos ha dado con palabras la magia que el espectador debe esperar en escena por lo que resulta fácil seguirla. Sin embargo, en cuanto a recursos técnicos lo más utilizado fue el sonido. Los ecos, las cadenas entrelazadas de murmullos extraños, la combinación de recuerdos con la acústica que produce la luz del sol, de un púlsar o de júpiter, sirvieron no sólo para crear un ambiente sino para remarcar la intención alegórica de momentos específicos en la obra. Los padres de los protagonistas son como cuerpos celestes que alguna vez estuvieron irradiando luz. Un personaje vive de alguna manera bajo su sombra (o su ruido, o su luz), y aunque tiene personalidad propia, es en parte lo que de él han hecho quienes lo precedieron.
Al trabajar con tecnicismos y con textos propios de la divulgación científica para mantener la alegoría entre la historia del universo (la historia de la materia) y la historia emocional del ser humano, la atención del espectador puede ganarse o perderse fácilmente. Ni yo ni mi compañero tuvimos ningún problema en seguir los datos científicos que fueron introducidos para darle movilidad a la obra, tampoco nos parecieron especialmente largos o fastidiosos. Sin embargo por ahí escuché que otros espectadores se quejaban de que se extendían demasiado y propinaban mucha información en un corto periodo de tiempo.
El mayor atino de la obra –aparte de su buen humor- es la construcción de los personajes a través de lo que cuentan y no de lo que muestran, una idea antichejóviana que sin embargo resulta bien debido a la agilidad de los diálogos. La tesis de la obra dice, como Stephen Hawking: “somos la materia del Universo tratando de entenderse a sí misma”, ¿y cómo podríamos entendernos (o cómo podría entenderse la materia) si no es por su origen? ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? Yo soy la hija de mi papá, la hija de Juan Manuel Orantes, el que un día, cuando yo cursaba la primaria, me llevó al museo de Geología. Soy la que recuerda tener ocho años y frente a ella la escalera principal, las piedras gigantescas neoclásicas de Tolsá, los trilobites y cavidades rocosas que han dejado crecer en su interior –como torres de palacios en una ciudad encantada- minerales de colores resplandecientes. Soy aquella a quien su papá le compró un trilobite de plástico gris que existe todavía y que probablemente me sobreviva, hasta que el sol explote, porque dudo bastante que aquel material sea biodegradable.
Los personajes se desarrollan bajo esa idea: el origen es lo que te define. No sólo vemos la relación padre-hijo sino la formación de las características de los personajes por su relación con el padre. Es decir, no sabemos nada de los personajes que están frente a nosotros en el escenario, conforme pasa la obra comenzamos a reconocerlos por las anécdotas que cuentan. Sabemos que una es de Durango, que otra sólo tiene una fotografía de su progenitor difunto, otra más es de clase media alta, aquel de traje es chilango futbolero con un padre irresponsable…. así se van reuniendo las características únicas, entretenidas e interesantes de cada personaje que frente a nosotros se configura. De la misma forma, a través de la explicación recurrente de la historia del universo surgen otras preguntas que hacen avanzar la obra y que llevan la idea del origen hasta el extremo: ¿qué es la materia? ¿Qué son los tiburones? ¿Qué son las estrellas? ¿Qué es la vida y de dónde surge? ¿En qué terrible e infinitamente pequeño punto estoy parada en el universo que nos devora?
Al finalizar la obra pensé: “y a pesar de todo, es una visión muy optimista del mundo”. Mi compañero no entendió la afirmación soltada así como así y creo que usted, cautivo lector, tampoco lo hará. Al final se repasa una teoría la cuál dice que cuando éste universo se termine ha de comenzar uno nuevo y todo el drama cósmico se ha de repetir, una y otra vez, durante eones que se parecen mucho a la eternidad. Desalentador para los budistas y quien cree en la rueda del samsara como un horror filosófico insuperable, alentador para mí porque –se conozcan o no los orígenes- la raíz del universo mantiene un latido en el que somos capaces de reconocernos, como el mar finito de los versos de Aleixandre:
Para el finito mar, con su limitación
casi humana, como un pecho vivido.
(Un niño ahora entra, un niño se baña, y el mar, el
corazón del mar, está en ese pulso.)
Nosotros estamos en el corazón del universo que late al compás de nuestro origen, que es el mismo de toda la materia del universo. Somos hechos de los mismos elementos que las estrellas y los soles, que la tierra. Hay algo de celeste incluso en nuestro cuerpo, que se ha hecho de los rescoldos del principio universal. La relación entre padres e hijos es el eco que nos recuerda quiénes somos y hacia dónde se desdobla y dirige nuestro corazón humano.
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